La tortuga dijo:
-Te apuesto que no llegas tan pronto como yo a ese árbol...
-¿Que no llegaré? -contestó la liebre riendo-. Estás loca.
-Loca o no, mantengo la apuesta.
Apotaron, y pusieron junto al árbol lo apostado. No interesa a nuestro cuento saber lo que era ni tampoco quién fue el juez de la contienda.
Nuestra liebre no tenía que dar más de cuatro saltos. Cuatro de esos saltos desesperados que da cuando la siguen ya de cerca los perros. Ella los da muy contenta, sus patas apenas se ven devorando el campo y la pradera y de pronto despista a sus enemigos.
Tenía, pues, tiempo de sobra para mordisquear la hierba, para dormir y para olfatear el viento. Dejó a la tortuga partir con su pasito calmo. Esto partió esforzándose cuando pudo y avanzó lentamente.

-¿Qué te parece? -le dijo la tortuga-. ¿Tenía o no tenía razón? ¿De qué te sirve tu agilidad siendo tan presumida? ¡Vencida por mí! ¿Qué te pasaría, si llevaras, como yo, la casa a cuestas?
La idea de nuestra superioridad nos pierde con frecuencia
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