Resulta que una vez, hace muchos años, pero muchos años, andaba por unos potreros un Hombre, morral al hombro y escopeta lista, viendo si veía algún pájaro para hacerle la puntería. Y en esto se encontró con una Loica, muy distraída en una rama de un roble, cantando una tonada que recién había aprendido. Verla el Hombre, hacer puntería y disparar fue todo uno.
Pero resultó que la escopeta estaba mal cargada y el tiro reventó, hiriendo en la cara al Hombre, en tal forma, que quedó medio ciego, dando grandes gritos de dolor y auxilio.
Por los contornos no pasaba ni un alma.
La Loica, mientras tanto, había volado a un árbol lejano, y desde allí, muy asustada por el peligro que acababa de correr, miraba al pobre Hombre bañado en sangre y quejumbroso.
-Socorro... Socorro... Me he quedado ciego... Auxilio...
Y sus gritos se perdían por las quebradas inútilmente.
Poco a poco el Hombre dejó de gritar. Daba ahora ayes y suspiros y al fin pareció perder el conocimiento y se quedó inmóvil, recostado en el pasto con la cara mirando al cielo.
La Loica, mientras tanto, se había ido acercando lentamente, de árbol en árbol, hasta quedar sobre aquel que cobijaba al herido. Desde ahí siguió un rato observándolo. Y cuando se convenció de que estaba como muerto, de un vuelo se dejó caer sobre el pecho del Hombre, escuchando atentamente si el corazón latía aún.
La Loica era una buena avecilla del bosque, temerosa del Hombre y de su malignidad, que se distrae matando. Pero al propio tiempo tenía por el Hombre un gran respeto y admiración: por el Hombre que sabe cantar, que sabe silbar, que sabe hablar y en cuyas manos estén el Bien y el Mal de los habitantes de los bosques. Y la Loica, que nunca había visto abatirse y morir a un Hombre, tuvo gran compasión por éste que ahí alentaba apenas.
Entonces la Loica fue hasta el río y trajo unas gotitas de agua, que echó en la boca del Hombre, y fue de nuevo al río y trajo otras gotitas que refrescaron sus heridas, y fue hasta la montaña y trajo hierbas medicinales que fue poniendo sobre las llagas que eran los ojos, y denuevo trajo agua y denuevo trajo hierbas, y tanto trabajó la pobre y con tanta inteligencia, que al fin el Hombre dio un suspiro hondo y pareció recobrar el conocimiento.
Entonces la Loica llamó a la Brisa, que todo lo sabe porque hasta por las rendijas se mete para curiosear, y le preguntó dónde vivía el Hombre. La Brisa dió la dirección y la Loica se fue de un vuelo hasta la casa que estaba en la colina rodeada de jardines. Ahí llamó al Perro y le dijo:
-Avisa a tus patrones que el Hombre está herido en el potrero, al comienzo de la montaña.
El Perro empezó a ladrar desesperadamente, a correr y aullar. Hasta que llamó la atención del Hombre Viejo y del Hombre Joven, que salieron detrás de él enconttrando al herido.
Mientras tanto, la Loica estaba feliz en la rama del roble viendo cómo, con grandes precauciones, se llevaban al Hombre en una improvisada camilla. El Hombre estaba salvado.
Pero resulta que entonces oyó a la señora Cachaña que le decía:
-¡Qué linda pechera roja tiene usted, comadre Loica! ¿Dónde la ha comprado?
La loica se dio cuenta de que la sangre del Hombre le había manchado toda la pechuga.
Y la señora del Jote -que ni siquiera tiene nombre, y que estaba por allí cerca- se dirigió a la Loica en forma insidiosa y llena de envidia.
Pero resulta que aquel día San Pedro había bajado a la Tierra a tomar un poquito de fresco a la sombra de unos hualles y había visto todo lo pasado. Entonces se acercó a las aves y les dijo:
-Atestiguo que la Loica tiene el pecho manchado por obra de una buena acción. Y el premio de ella, con la venia del Padre que está en los cielos, desde hoy en adelante tendrá sobre su noble pecho un escudo escarlata.
Y ya saben ustedes por qué la Loica tiene esas plumillas rojas que le hacen tanta gracia.
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